Pehuajó Sud y Parque Unzué
“Pero el cielo está gris, de un color permanente,
y ninguno podrá asegurar, cuando el tiempo
haya pasado, si aquellas horas fueron
vísperas de noche, o amaneciendo.”
Héctor Tizón, “El cazador”
Ahora manejaba su hermano la camioneta Ford anaranjada que seguía, de todos modos, perteneciendo al patriarca de la familia, esa que tenía los cambios en el volante y un baulcito de madera verde en la parte de atrás, donde se sentaban los críos insurrectos –sólo entonces obedientes, y apenas por propia conveniencia– cada sábado religioso ida y vuelta a “El talar”. Y él ya no la usaba para surcar la ruta precaria ni el ripio de aquellos diez o veinte kilómetros de llanura, que era linar, hogar de girasoles o maizal según la estación. (Aunque, después de todo, ni la ruta era ya precaria, tal como la habían conocido en otras edades del pueblo, crecido a ciudad, ni el ripio era ripio gracias al senador que, vecino del casco y la represa familiares, hacendado también, había hecho al pequeño pago próximo a “El indio” el oportuno favor de acelerar las obras).
No. Ahora la camioneta se estacionaba con parsimonia en el parque, otrora descampado, al otro lado del puente de fierro naranja, levadizo en su prehistoria. Con los asientos que hervían bajo el rayo del sol, hacía compañía a esta familia de raíces incipientes, descendientes de aquel anciano patriarca. Y no era de extrañar que el chiquillo dorado y mármol disfrutara a carcajadas de las mismas travesuras que había hecho su padre entre los barrotes de aquella Ford, como si le corriera en la sangre algún secreto inveterado, como si, después de todo, fuera él el que debiera comenzar de nuevo el ciclo rotundo, en tramos misterioso, que le tocaba en suerte por llevar el apellido de cuatro escasas letras.
A más de trescientos kilómetros del parque, la hermana de aquel padre recién hecho supo que nada, por inconmensurable que fuese, podría sacarle esa sensación agridulce, perenne, de que todo ocurría ya ajeno a sus designios, como debía ser.