22.2.08

El club imposible





"We wetted each other's blouses and
pushed our crying ahead of us like a lantern,
searching out new and forgotten sadnesses,
ones that had died politely years ago but in fact
had not died, and came to life with a little water."

Miranda July, "It Was Romance"



No es lo más habitual, pero a veces siento que por fin pertenezco a algún lugar. Puede pasarme detrás del visor de la cámara (todo depende de a qué esté apuntando, claro), con la llovizna de un día de felicidad gris y el conductor de un auto de colección, mirando por la ventanilla de un colectivo que va a ningún lado mientras Ian Curtis hilvana existencialismo para mí. Creo que no lo llamaría epifanía, aunque si conociera cosa semejante seguramente tendría un sabor parecido. Esto es como la estevia de la iluminación.

—Decime cuántos muñequitos ves.

Por esa especie de binocular veo un tipito simpático de perfil; está dando una zancada muy graciosa, como si marchara para entretenerme; en la mano que va adelante lleva un ramo de flores; me cuesta distinguir si en la que va detrás tiene un balde o un tarro de pintura. Descarto lo último por ilógico. Lo primero también. Me arrepiento instantáneamente de mis razones.

—Uno.

Ella cambia algo de lugar o aprieta no sé qué; hay ruido de cristalitos; quizás esté imaginando cosas. Espero que pase algo. De pronto, el tipito simpático empieza a desdoblarse y ya no es uno sino que aparecen dos. Se han repartido las herramientas: ahora uno avanza con la flor y el otro retrocede de espaldas con el balde o el tarro de pintura. La divergencia.

—Dos.

¿O son apenas dos personalidades del mismo tipito y debería preguntarle si es una trampa en lugar de una prueba? ¿O fueron siempre dos tipitos parados en perfecta hilera que simulaban ser uno? Miro cómo se deslizan, complementarios, describiendo un sutil arco iris a la inversa. Los sigo cuando vuelven a unirse y me digo que si Gondry estuviera sentado en esta butaca, sentiría que la realidad le da irónicamente la razón adentro de esta máquina.

—Uno de nuevo.

Dejo de sospechar. Me esmero ahora en encontrar las definiciones. Mientras los tipitos se borronean a propósito, pienso que no es para nada razonable suponer que alguien quiera tenderme una trampa. Enfoco; determino; persigo. Soy buena, y me asombro. Tengo que contárselo: me oigo a mí misma cuando digo “uno, dos, uno, dos” como si especificara e hiciera marchar al tipito al mismo tiempo. Los números son notas musicales y tienen forma humana.

—Bueno. —Se aleja hacia el escritorio. Me priva del espejismo real—. ¿Viste dos muñequitos? —Asiento. Pregunta pero ya lo sabe. Los miré, con diligencia—. No tendrías que haberlos visto. Nunca estuvieron ahí: siempre fue uno solo.

—¿Qué?... Pero...

De pronto necesito consuelo, explicación, resarcimiento. Me percato de la presencia de otra paciente en la habitación, una señora algo mayor que está sentada junto a una ventana; en el regazo tiene un libro con diagramas estrambóticos que seguramente hagan honor a un Bonne, un Wallsten o un Voronoi. La miro. Habla por ella y por la otra que está apuntando a una luz a cinco metros de distancia con el ojo derecho, con el ojo izquierdo, con el derecho, ayudada por una infinidad de espejos transparentes dispuestos en una cajita.

—No te aflijas... Todas vimos dos.